La madre de los rios

La imaginación mítica cree que todo emerge de una mágica fuerza creadora. Lo físico no surge de sí mismo, sino de un poder poético, sagrado y creador.

Los viejos mitos y leyendas lo saben. Lo sabe esta leyenda de la provincia argentina de Salta.

Un relato fue recogido en los altos de las Cumbres de Toconqui, de labios de don Hilarión Fuentes, un anciano guanaquero que vivía en el caserío de Chachas, a orillas del salar de Arizaro, casi en la frontera entre el norte de Salta y la república de Chile.

Según cuenta la leyenda, en la cima del cerro Aracar, a más de 6.000 metros de altura, vivía una hermosa mujer blanca, alta y esbelta como una diosa, y cuya larga melena dorada caía hasta más abajo de su cintura, mientras se mecía dulcemente, agitada por los frios vientos cordilleranos.

Su cuerpo era transparente, como si hubiera estado hecho de puras nubes.
No eran pocos los arrieros y los cazadores de vicuñas y guanacos que la habían vislumbrado en lo más ignoto de las quebradas o en lo más inaccesible de los picos, pero nunca se supo de alguien que se jactara de haber tenido trato con ella, o de haber podido acercársele demasiado.

La mujer andaba siempre acompañada de una pequeña corzuela blanca como la nieve, que la seguía cuando bajaba a las quebradas o se acercaba al río para lavar su rubia cabellera.

Pero en un día de tristeza para el pueblo, porque una sequía había acabado con toda el agua de la quebrada, la mujer, apenada por los lamentos de la gente del pueblo, dejó la corzuela cerca de su choza y echó a andar por las nubes para bajar al valle a ver lo que sucedía.

Pero el Zupay (el diablo) no es bicho de quedarse tranquilo cuando puede hacer maldades. Y así hizo que un cazador que perseguía vicuñas y guanacos por las laderas del Aracar viera la corzuela.

Gatiando entre las peñas, el hombre se arrimó lo más que pudo y, cuando la tuvo a tiro, disparó su fusil, que retumbó con ecos malignos entre los cañadones y los laberintos de la cumbre.

El desdichado animal, herido de muerte, corrió ciegamente hacia el borde del risco y se arrojó al vacío, donde murió entre las rocas del fondo.

Un silencio de muerte pareció descender desde el cielo atardecido, y cuando la mujer hecha de nubes llegó a su hogar y no vio a su compañera, inmediatamente supo que algo terrible había sucedido; salió a buscarla y, al divisarla en el fondo del cañadón, la tomó en sus brazos y la llevó cuidadosamente hasta la cima más alta del Aracar.

Y sólo al llegar allí permitió que las lágrimas fluyeran de sus ojos, y lloró; lloró sin cesar hasta que sus ojos se convirtieron en dos fuentes inagotables, y sus cabellos en otros tantos cauces de

ríos y arroyos que no sólo lavaron la sangre de la corzuela, sino que también permitieron a la gente del pueblo saciar la sed provocada por la sequía.
Y así fue como nacieron los manantiales, los arroyos y los rios.

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