Hace muchos, muchísimos años, habitaba en tierras mendocinas una gran tribu de indígenas muy buenos, hospitalarios y trabajadores.
Ellos vivían en paz, pero un buen día se enteraron que del otro lado de la cordillera y desde el norte de la región se acercaban aborígenes feroces, guerreros, muy malos.
Pronto, los invasores rodearon la tribu de los indios buenos, quienes decidieron pedir ayuda a un pueblo amigo que vivía en el este.
Pero para llevar la noticia, era necesario pasar a través del cerco de los invasores, y ninguno se animaba a hacerlo.
Por fin, un muchacho como de veinte años, fuerte y ágil, que se había casado con una joven de su tribu no hacía más de un mes, se presentó ante su jefe, resuelto a todo, se ofreció a intentar la aventura, y después de recibir una cariñosa despedida de toda la tribu, muy de madrugada, partió en compañía de su esposa.
Marchando con el incansable trotecito indígena, marido y mujer no encontraron sino hasta el segundo día, las avanzadas enemigas.
Sin separarse ni por un momento y confiados en sus ágiles piernas, corrían, saltaban, evitaban los lazos y boleadoras que los invasores les lanzaban.
Perseguidos cada vez de más cerca por los feroces guerreros, siguieron corriendo siempre, aunque muy cansados, hacia el naciente.
Y cuando parecía que ya iban a ser atrapados, comenzaron a sentirse más livianos; de pronto se transformaban.
Las piernas se hacían más delgadas, los brazos se convertían en alas, el cuerpo se les cubría de plumas. Los rasgos humanos de los dos jóvenes desaparecieron, para dar lugar a las esbeltas formas de dos aves de gran tamaño: quedaron convertidos en lo que, con el tiempo. se llamó ñandú.
A toda velocidad, dejando muy atrás a sus perseguidores, llegaron a la tribu de sus amigos.
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