El 21 de marzo de 1903 un hombre mató a su mujer en las inmediaciones de la actual terminal de ómnibus de Salta. Este episodio que difícilmente ocuparía más de tres columnas en las páginas policiales de hoy derivó por una extraña determinación popular en el mito máximo de Salta. Se trata de Juana Figueroa, una mujer casi anónima en vida que alcanzó después de muerta una fama con características legendarias.
Antes de seguir conviene hacer una aclaración para evitar malos entendidos. No estamos haciendo aquí disquisiciones de índole antropológica, sino tratando este episodio con nuestra particular óptica periodística. No hacemos conjeturas, sino que nos atenemos exclusivamente a los hechos. Por lo tanto, aunque es posible que estemos soslayando cuestiones muy importantes para entender los motivos que incidieron en la canonización popular de la víctima, ellas escapan a los objetivos periodísticos y deben ser analizadas desde otros puntos de vista y con auxilio de alguna ciencia.
Las crónicas publicadas por los diarios de aquella época -según nuestro modo de entender la crónica roja-, tienen excesivos rodeos metafóricos y demasiadas suposiciones sin asidero con la realidad. Traducidas al lenguaje que usan los cronistas de ahora, la noticia de aquel crimen se podría leer aproximadamente de la siguiente forma:
"Ayer por la tarde, dos niños que jugaban entre los matorrales del canal del Estado, cerca del cementerio, encontraron el cadáver de una mujer que murió como consecuencia de un golpe en la cabeza. Las averiguaciones realizadas por los policías permitieron establecer que la víctima fue una mujer llamada Juana Figueroa de Heredia, de 22 años de edad, dedicada a los quehaceres domésticos. Su esposo, Isidoro Heredia, un carpintero de 42 años, que fue detenido más tarde, confesó que había matado a su mujer con un hierro luego de una agria discusión. Versiones recogidas en fuentes extraoficiales, permiten suponer que el drama se habría suscitado como desenlace de graves desavenencias conyugales"
Y nada más. Así de simple. Porque todo lo otro, ese río de tinta que se gastó luego del crimen, fue pura literatura. Probablemente una argucia destinada a incrementar los exiguos tirajes, ya que la Salta de aquellos días no daría muchas oportunidades para despertar la avidez de los lectores. Las noticias publicadas con relación a esta muerte, que tuvieron en algunos casos contornos novelescos, estaban plagadas de contradicciones, vaguedades y conjeturas más o menos disparatadas, que colaboraron para hacer del homicidio una historia más emparentada con las series negras que con las crónicas policiales.
Lo único cierto, probado y documentado, es que Isidoro Heredia, posiblemente por celos, fracturó el cráneo de Juana y abandonó su cadáver en el lugar del hecho. Y esta carencia de detalles macabros, además de volver inexplicable el nacimiento del mito, demuestra -aunque parezca raro- que el periodismo cocina actualmente sus habas con mayor discreción que antes.
La parte más creíble de aquellas versiones indica que Juana le fue infiel a Isidoro en numerosas oportunidades y con varios hombres distintos. Esa conducta explica claramente que la mujer no tendría intenciones de conservar su matrimonio y que por lo mismo, sus infidelidades se habrían hecho cada vez más indiscretas. Parece estar probado que Juana abandonó su hogar marital varias veces y que en cierta ocasión convivió varios meses con un tal Ibáñez en Cerrillos.
Luego de romper ese romance, Juana comenzó a frecuentar por las noches los bares cercanos a la estación ferroviaria, donde entonces, como ahora, tenían su epicentro las diversiones nocturnas. Y alguien se lo comentó a Isidoro, que la buscó hasta encontrarla y consiguió, con promesas o con amenazas, que la mujer lo acompañara de regreso a su casa. Según presumieron los policías y tal como corroboró Isidoro más tarde en su confesión, por el camino comenzó la discusión que culminó cuando Isidoro tomó un hierro que asomaba entre los yuyos y golpeó a Juana mortalmente en la cabeza.
Poco después del homicidio, mientras el victimario se disponía a purgar los 17 años de prisión que le aplicaron los jueces, comenzaron a alumbrar las velas que trasformaron a la difunta en alma milagrera. Nadie sabe cómo empezó esa forma de culto. No hubo ninguna persona, ni entonces ni hoy, que aclarara los motivos de esta reacción popular. Se sabe, en cambio, que la historia del dramático episodio comenzó a crecer y enredarse en un fárrago de nuevas versiones, donde el único punto de coincidencia era el comportamiento pecaminoso que se adjudicaba a la muerta.
Según la opinión generalizada, Juana Figueroa había sido una mujer infiel, bastante descocada y con marcada inclinación por el beberaje y la parranda, así que dada nuestra mentalidad latina, que perdona cualquier cosa menos la infidelidad, Isidoro había matado con justicia. Era culpable pero tenía razón. Por ende resultaba la verdadera víctima de este suceso, pero esa idea se manifestó muy raras veces en público. Hay dos viejas cuartetas muy explícitas en tal sentido. Se atribuyen al periodista y poeta Edelmiro Avellaneda, a cuya pluma se debe también un drama en tres actos sobre las andanzas del célebre maleante Pelayo Alarcón. Esas cuartetas dicen:
"Nací de padres honrados aunque de escasa fortuna, no ha sido noble mi cuna más lo era mi corazón.
Y quiso el fatal destino, esta negra suerte mía, que conociera a la Juana, con quien me desgraciaría."
Sin embargo esa "negra suerte" y ese "fatal destino" no despertaron la compasión de nadie. No hubo cristiano que moviera un dedo a favor de Isidoro Heredia. El recurso de la emoción violenta no contó en su caso. Cumplió toda su condena y pasó al más absoluto anonimato, al tiempo que la adúltera, la casquivana causante de la tragedia, se convertía en espíritu solidario y milagroso que presuntamente ayudaba a las mismas personas que descalificaron su conducta.
Juan Carlos Dávalos, por ejemplo, en su libro "Relatos lugareños" dice que Juana Figueroa "era una mulatilla ingrata y tornadiza", en tanto describe a Isidoro Heredia como "un hombre manso y tolerante, bueno como las fragantes tablas de cedro que pulía en su taller". Y don Juan Carlos, atento siempre a las inquietudes de su clase social, seguramente no hizo más que dar forma literaria a una opinión generalizada en esos ambientes.
De allí que resulte tan extraña la paradoja. Aunque cada región tiene esa clase de mártires, ellos han surgido por imperio de una muerte injusta. La Sibila, en Jujuy, fue una pobre niña, dicen que minorada mental, violada y descuartizada por un loco. La Difunta Correa sufrió un calvario huyendo de uno de los arrestos de iracundia que se adjudican a Facundo Quiroga. Pedrito Sangüeso, también en Salta, fue un niño de 7 años violado y asesinado por su tío con la complicidad de su propia madre. El tucumano Bazán Frías, un anarquista acusado de homicidio, cayó baleado por la Policía dentro de un cementerio. Y según las creencias populares, en los lugares sagrados no se mata, lo cual convierte su muerte en un acto injusto.
Con Juana Figueroa no ocurrió lo mismo. Fue canonizada, hecha mártir y elevada a la categoría de alma buena, sin que su vida y su muerte justificaran semejante actitud. No obstante, siempre existen explicaciones para las determinaciones de la gente. Si nos ponemos a hurgar muy en lo hondo, puede resultar que Juana Figueroa sea apenas un vehículo; el nombre eventual puesto a una creencia que viene desde muy antiguo. Porque parece ser que la gente necesita el auxilio de un alma milagrosa y si no la tiene la inventa. Llegado el caso, los creyentes pueden aducir, en defensa de su fe religiosa, que Cristo también perdonó a la pecadora.
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