Los Tekis
El prodigio fue simple, y en el nombre del padre,
Pastor seguramente labrador las más veces, cazador denodado.
Fue a la orilla de un río y en nombre de la madre que los pueblos nacieron en el vértice exacto del regazo de un valle; y ahí están,
Custodiados por sonoros arroyos en los que el tiempo fluye inmemorial
Y pasa espumando la sombra maternal de los sauces,
A los que vuelven siempre la tarde y las calandrias.
A veces uno llega a esos pueblos dormidos donde el sol pasa el día borracho de chicharras y sus nombres componen pequeñas sinfonías de recóndita acústica: Maimará, Payogasta, Purmamarca, Tafí, Seclantá, Cafayate, Cachi Adentro, Tilcara, Volcán, La Paya, y un abuelo de gredas sube por el sonido donde la eternidad pisa en el polvo y canta.
Las casas son añosas y claras como el aire, en las que el horizonte es el patio del patio. Por las habitaciones andan las voces remotas.
Es otro el tiempo aquí como es otro el espacio.
Muy temprano amanece la vida en esos pueblos, antes que raye el alba y la estrella se apague.
El ritual de la vida empieza en las cocinas y el olor de pan nuevo sale por las ventanas, allá por el camino que trepa hacia los cerros el pastor va llevando su silencio en majada, y en las casas se queda la vos de la ternura, mientras que en los telares golpea la baguala, sube finita y lerda la tonada terrestre donde la copla suelta un puñado de pájaros lejanos.
No me olvides mamitay, Urpilita, el corazón es fresco como el vientre de un cántaro. Forastero, no pases de largo por mi pueblo, los pueblos no se ven con los ojos de ráfaga, demórate en el vino, en la paz de mi gente, porque el amor del pueblo es de pocas palabras; algún día ya lejos beberás por nosotros mis
Pueblos dormidos mirarán por tus lágrimas.
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